martes, 5 de julio de 2016

La pared muerta I

Fraguando el cemento. Así los encontré en ese descampado.
Un montón de piedras apiladas y dos obreros.
Uno era de mediana edad, unos cuarenta. Podría ser el oficial, aunque acarreaba carretillas de un lado para otro como si fuera su primer día de trabajo. El otro, rechoncho, bastante más joven, fumaba apoyado en la hormigonera sin ninguna prisa.
De vez en cuando, un tercero mejor vestido, aparecía en una vieja furgoneta dejando más y más materiales.
Así estuvieron delante de mi casa a lo largo de una semana sin grandes avances en la construcción, a pesar de su afanoso ir y venir.

Mi mujer y yo, todas las noches, hacíamos cábalas sobre cómo sería la nueva casa: ¿de dos pisos o de tres?.
Nos preocupaba sobremanera que dejáramos de ver el pico de Caruto. Todas las semanas subíamos a disfrutar de sus extensas vistas y jugábamos a imaginarnos que en nuestra casa vigía gente diferente a nosotros. Escuchábamos el batir del viento contra las ramas de los árboles, el canto de los grillos al atardecer y, con bastante menos ilusión, el sonido intermitente de la hormigonera cuando había viento sur.
Nos gustaba escuchar, pero también nos gustaba imaginar. De hecho, es lo que más nos atraía. Así, imaginábamos que la casa nueva era para nosotros, que no perderíamos las preciosas vistas a pesar del intenso amor que profesábamos a nuestra guarida, como nos gustaba llamarla.
Bien desde casa o desde el pico, soñábamos constantemente. Y esos sueños siempre provenían de los sonidos.

Golpe a golpe de piedra, comenzamos a ver la primera pared. Muy larga, enorme.

Yo enfermé de repente con unos síntomas bastante raros. No me recuperaba y a los pocos días, Laura también empezó a sentirse mal.
No éramos muy de médicos. De hecho, siempre sanábamos a base de extractos de hierbas con olor a saúco. Olores, colores y sabores. Y, sobre todo, sonidos.
Ese era todo nuestro sentido de la vida. Eso, y nuestra huertita que aunaba a todos ellos.

Para cuando nos quisimos dar cuenta, el ruído de la hormigonera ya no existía. Ahora eran golpes de azada o pala, o yo qué se.
Y, poco después, mi mujer yacía entre esas afiladas paredes, paredes muertas como la muerte que albergaban.

Ya no había peligro de que no viéramos el pico de Caruto.
No iba a ser una casa de dos o tres plantas.
No oleríamos, ni veríamos, ni saborearíamos más nuestra vida.
Ni mucho menos, la escucharíamos.

Las paredes muertas de ese cementerio nos lo habían arrebatado.

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